Resignación inteligente y confianza en Dios

Capítulo 3
Resignación inteligente y confianza en Dios
Como antecedente a los capítulos que siguen, que tratarán más a fondo acerca del carácter, capacidad y capital espiritual que nos pueden ayudar a ser dignos de confianza, me gustaría prevenir a los lectores, especialmente a los jóvenes, que lo que he dicho no se debe interpretar como motivación para buscar elogios o posiciones vanidosas, ni tampoco para aspirar desmedidamente, o "nadar contra la corriente" cuando el sentido común dicta que no entremos en esas aguas. Aceptar la realidad tiene su mérito. Hablamos de resignación inteligente, no de aspiración derrotada. Si ser el mayor consiste en ser siervo de los demás, como lo enseñó Jesús, entonces la grandeza se puede alcanzar en el mismo puesto donde actualmente nos encontramos. La posición más importante en el mundo es la que hoy ocupamos. En lugar de ambicionar locamente, concentrémonos en servir donde estamos, y el Señor y sus siervos nos tomarán de la mano y nos llevarán a efectuar un servicio aún mayor, aunque no esté en "altas" posiciones. Por otro lado, claro está, no debemos eludir o rehuir las grandes responsabilidades. Si confiamos en Dios, todos nuestros obstáculos e impedimentos serán pruebas y señales en el camino que Él desea que tomemos.
Una frase muy conocida de Reinhold Niebuhr menciona muy eficazmente parte de lo que deseo decir en este capítulo:
Dios, dame la gracia para aceptar con serenidad las cosas que no puedo cambiar: el valor para cambiar las cosas que sí puedo cambiar, y la sabiduría para distinguir la diferencia.
Estas palabras nos traen a la mente imágenes de personas resignadas en sillas de ruedas, ciegos que son guiados por perros entrenados, y toda la gama de invalideces que sufre el ser humano debido a la herencia, accidentes o al medio ambiente. Nos hacen pensar en cosas tales como "la suerte", la guerra, y la situación social del país en el que vivimos. Sin embargo, también podemos admirar el caso de quienes, con ambición sana, cambiando lo que sí pueden cambiar, pueden llegar a ser lo que desean, y lo único que les falta es decidir "qué sería lo mejor" para ellos, siempre que esté de acuerdo con la voluntad de Dios.
Ejemplo de lo anterior lo fue el presidente Hugh B. Brown. Si su historia no fuera tan bien conocida, pensaríamos que él "tuvo mucha suerte". En realidad, sufrió grandes desilusiones y pruebas. Sin embargo no hay que olvidar que quienes alcanzan la grandeza a menudo sufren muchas pruebas que finalmente se tornan en su bien. Además, todo sufrimiento es relativo, esto es. el grado de sufrimiento depende de la clase de persona que seamos. De manera que lo que una persona puede considerar como poco, para otra puede ser causa de gran sufrimiento.
Cuando el presidente Brown era un joven misionero en Inglaterra, tuvo un sueño en el que se vio a sí mismo subiendo por una escalera. Cuando ya iba muy arriba, se le cayó algo muy valioso, y tuvo que bajar a recogerlo. Entonces empezó a subir otra vez, y esta vez pudo llegar mucho más arriba que antes.
Después de la misión, fue a ver a su abuela, que tenía un don espiritual especial, y le preguntó el significado de su sueño. Ella le dijo que eso significaba que alcanzaría posiciones muy altas en la Iglesia, y algo haría que las perdiera y fuera ignorado, pero que él lo sobrellevaría y finalmente presidiría en los más altos concilios de la Iglesia. Cuando él llegó a ser Autoridad General, relató esta historia en varias ocasiones.
Siendo muy joven, el presidente Brown fue llamado a muchas posiciones, y a la edad de cuarenta y cinco años fue presidente de una estaca en el área de Lago Salado. Pocos años después, aceptó un nombramiento en una comisión estatal. En esa asignación se vio sujeto a las presiones de fuerzas y conflictos políticos en una atmósfera cada vez más difícil de desafíos y críticas injustas. En medio de esa turbulencia fue relevado como presidente de Estaca, lo cual constituyó una prueba muy dura 15
para él. Pero después se cumplieron el sueño y la interpretación. Fue llamado a servir en el más alto concilio de la Iglesia. Mientras tanto, había hecho una distinguida carrera en el ejército, en leyes, cátedra universitaria y negocios.
Menciono lo anterior como introducción a mi historia favorita en cuanto a la resignación inteligente, es decir, aceptar las cosas que no podemos o no debemos cambiar. El autor del siguiente relato es el presidente Brown, y se basa en dos episodios de su vida.
Una vez fue ignorado en una promoción para un alto rango en el ejército canadiense. Eso fue algo terrible para él, pues había determinado hacer una carrera militar. Ahora se daba cuenta de que sería muy difícil, si no imposible, que un mormón alcanzara el rango de general, ya que él no bebía, ni alternaba con sus colegas de la manera que se consideraba necesaria en ese tiempo y lugar. De hecho, entre amigos mencionó que eso le dijeron cuando lo ignoraron para la promoción. Años más tarde, se dio cuenta de que el fin de su carrera militar fue el comienzo de algo que le trajo una vida más útil y más satisfactoria que la que hubiera tenido si hubiera cumplido sus
aspiraciones militares.
El Presidente Brown contaba otro episodio relacionado con la poda de un árbol frutal. Con su rica imaginación, el Presidente Brown vio esas dos experiencias como una gran parábola para muchos de nosotros.
Creo que vale la pena mencionarla aquí, pues tiene mucho que ver con el mensaje que deseo transmitir en este capítulo.
Parábola del jardinero y el árbol frutal
Al rayar el alba, un jardinero se puso a podar sus árboles frutales. Entre ellos estaba uno que había producido muchas ramas, por lo que el jardinero temió que diera poco fruto. Así que empezó a podarlo, cortando aquí y allá, y volviendo a cortar. Cuando terminó, no quedaban del árbol sino unas cuantas ramas unidas al tronco. Con ternura el jardinero dirigió la vista hacia el árbol, que parecía haber quedado muy triste y lastimado. Casi podía ver una lágrima en cada rama donde el machete había cortado. El pobre árbol parecía querer hablarle, y le pareció oir que le decía:
"¿Cómo pudiste ser tan cruel conmigo, tú que dices ser mi amigo, que me plantaste y me has cuidado desde que yo era nada más que un retoño, y me cultivaste con el afán de que creciera? ¿No viste cuánto había crecido? Ya estaba casi tan alto como los otros árboles, y en poco tiempo hubiera llegado a ser como ellos. Pero me has cortado las ramas; he perdido mis hojas verdes y atractivas, y hasta mi dignidad entre todos los árboles del huerto".
El jardinero observó al árbol sollozante, y escuchó sus quejas con compasión. Le respondió con toda bondad: "No llores; lo que te hice era necesario para que pudieras ser un árbol valioso en mi huerto. Tú no eres un árbol de sombra, o para dar abrigo a las aves en tus ramas. Te planté para que dieras fruto; si quiero fruta, no podría obtenerla de otros árboles, por más altos y frondosos que sean.
No, amigo árbol, si yo hubiera permitido que siguieras creciendo como ibas, toda tu fuerza se hubiera ido en las ramas; tus raíces no hubieran desarrollado firmeza, y se hubiera frustrado el propósito por el que te traje a mi huerto. Tu lugar lo hubiera ocupado otro, pues habrías sido estéril. No debes llorar; todo esto resultará en tu bien, y algún día, cuando veas las cosas con más claridad y estés cargado de fruto exquisito, me agradecerás y dirás: 'Mi jardinero era sabio y de veras me amaba. Él sabía el propósito de mi existencia, y ahora le agradezco por lo que entonces creí que era crueldad".
Años después, el jardinero mismo se hallaba en otras tierras, y estaba progresando. Estaba orgulloso de su posición y tenía ambiciones y planes para el futuro.
Un día se produjo una importante vacante en su trabajo y él era el indicado para ocuparla. La meta a la que aspiraba estaba ahora a su alcance, y se sentía muy satisfecho del progreso tan rápido que había logrado. Mas por alguna razón desconocida para él, se escogió a otro en su lugar, y él fue llamado a ocupar otro puesto relativamente sin importancia y eso resultó en que sus amigos pensaran que era un fracasado. El
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ex jardinero llegó a su casa, se arrodilló a la orilla de su cama y empezó a llorar. Sabía que ya no había esperanzas de que pudiera lograr lo que había anhelado tanto. Dirigió su voz a Dios, y le dijo: "¿Cómo pudiste ser tan cruel conmigo, tú, que dices ser mi amigo, que me trajiste a estas tierras extrañas y me has cuidado con el afán de que creciera? ¿No viste que ya me hallaba casi a la altura de los hombres que siempre he admirado? Pero me has cortado las oportunidades, y hasta mi dignidad y respeto he perdido entre mis semejantes. ¿Cómo pudiste hacerme eso?".
Se sentía humillado y disgustado, con amargura en su corazón, cuando le pareció escuchar un eco proveniente del pasado. ¿Dónde había oído antes esas palabras? Le parecían conocidas. La memoria le dijo en un susurro: "aquí yo soy el jardinero". Enfocó su memoria y recordó. Sí, el árbol frutal. Pero, ¿por qué recordaba ese incidente, por tanto tiempo olvidado, en esta hora de tragedia? Y la memoria, otra vez, le respondió con palabras que él mismo había pronunciado:
"No llores... lo que te hice era necesario... Tú no eres un hombre como los demás... Si yo hubiera permitido que siguieras creciendo como ibas...se hubiera frustrado el propósito por el que te mandé a este mundo. No debes llorar; algún día, cuando estés cargado de experiencia, dirás: 'Mí jardinero era sabio. El sabía el propósito de mi existencia mortal, y ahora te agradezco por lo que entonces creí que era crueldad' ".
Sus propias palabras fueron la respuesta a su oración. En su corazón ya no había amargura cuando volvió a dirigirse a Dios, y le dijo: "Ahora sé quién eres. Tú eres el jardinero, y yo, el árbol frutal. Ayúdame, bendito Dios, a sobrellevar la poda, y a crecer como tú esperas que yo crezca, para que pueda ocupar mi lugar asignado en la vida, y para que mi corazón siempre diga: 'No se haga mi voluntad, sino la tuya' ".
El tiempo pasa. Luego de cuarenta años, el ex jardinero y oficial está sentado junto a la chimenea, con su esposa, hijos y nietos. Les relata la historia del árbol frutal, su propia historia, y al arrodillarse con ellos en oración, dice con reverencia:" Padre, ayúdanos a comprender el propósito de nuestra existencia, y a estar siempre dispuestos a someternos a tus deseos, y no insistir en los nuestros. Porque recordamos que en otro huerto, llamado Getsemaní, el más escogido de todos tus hijos fue glorificado por someterse a tu voluntad' (Hugh B. Brown, Eternal Quest, Bookcraft, 1956, pp. 243-246).
La idea de aceptar lo que no podemos cambiar, a menudo se aplica a incidentes que forman parte de nuestra vida, tales como la muerte de un ser querido, la pérdida de la salud, de un miembro u órgano, la pérdida de un empleo o negocio, y muchas cosas por el estilo. Esas aparentes tragedias son irreversibles, y nos hacen titubear al principio. La historia del presidente Brown nos ayuda a comprender que cuando nos enfrentamos a una gran decepción y nuestros planes parecen venirse por tierra, es posible que lo que está pasando en realidad es que se nos está ofreciendo un nuevo comienzo que está más en armonía con los planes del Señor. Si confiamos en el Señor, así lo consideraremos. No debemos amargarnos ni pensar que no tiene caso esforzarnos por mejorar. En lugar de eso debemos afianzarnos y, sin amargura, cambiar lo que podemos cambiar, y resignarnos inteligentemente a la voluntad divina.
En la opinión de muchos de los más grandes poetas del mundo, el libro poético por excelencia es el libro de Job. Muchos creen que lo escribió Salomón antes de su decadencia moral; otros se lo atribuyen a Moisés; otros más, a Saruc, o a algún otro autor. Independientemente de quién haya sido su autor, es un tratado extraordinario del sufrimiento causado por eventos fuera del control de la víctima. A través de los siglos, ha ayudado a millones de personas abatidas a mantener la confianza en Dios.
Hay muchas cosas que no podemos cambiar, y otras más que no deberíamos tratar de cambiar aun si pudiéramos. Un árbol frutal no debe tratar de convertirse en un álamo, hablando en sentido figurado. Esa porción de la analogía del presidente Brown se puede aplicar a todos, y se refiere a todos los atributos que son determinados genéticamente, o que no podemos cambiar sino sólo mejorar. Debemos aceptar cosas tales como nuestra estatura y características físicas generales. No podremos llegar a ser más altos, por más que nos estiremos, o más bajos, por más que nos encorvemos, haríamos el ridículo. Eso haría peor el asunto, pues los demás dirían que tenemos problemas emocionales, es decir, que "además de feos somos tuertos". Toda característica física tiene sus ventajas. Debemos buscar y aprovechar las ventajas, no lamentar las desventajas. Si una persona tiene voz grave natural, no debe envidiar al tenor que lleva la parte principal en el coro. Si alguien carece de una voz sobresaliente, si no 'le fue dada' la materia prima, el intentar llegar a ser una estrella de la ópera será una pérdida de tiempo y le acarreará gran frustración. Hay
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quienes recurren a la cirugía plástica para modificar su nariz, pero tales medidas extremas no son convenientes para la mayoría de nosotros. El mejor camino es aceptar las cosas que no podemos cambiar, y así demostrar nuestra confianza en Dios.
Las señoritas pueden, mediante peinados, cosméticos y estilo en el vestir, hacer que resalte su belleza natural al grado suficiente para atraer a los jóvenes indicados. Y el mismo principio se aplica a los jóvenes. Todo dentro de ciertos límites que excluyan el orgullo y la hipocresía. Debemos hacer esa clase de mejoras, que incluyen pulcritud y honestidad internas y externas. Empero, la virtud es el atributo más bello que pueda tener una persona.
Me encantan los diálogos de una obra teatral en la que Emilia y su madre tienen una conversación íntima de madre a hija. Emilia está emocionada porque un joven se ha fijado en ella, pero le preocupa no tener la belleza necesaria. Emilia le pregunta a su madre si piensa que es bonita, y su madre le responde: "Claro, hija, eres lo suficientemente bella para todos los propósitos normales".
No quiero dar la impresión de que si hacemos todo correctamente, nuestro camino será fácil y libre de problemas y errores. Esta vida no fue planeada así; me preocuparía si así lo fuera. Nuestra confianza en Dios debe ir más allá. Yo he tenido muchas contrariedades en mi vida. En la escuela secundaria quise formar parte de los equipos de fútbol y basquetbol, y fui el primero en ser eliminado. Quise participar en la política estudiantil, y perdí todas las elecciones. No parecía tener éxito en ninguna de las cosas que entonces parecían tan importantes, incluyendo las muchachas. Sin embargo, eso no quiere decir que no estaba bien procurar participar en esas actividades.
No me escogieron para dar el discurso de graduación, ni para ser el presidente de ninguna clase, club, o quórum del sacerdocio. Cuando fui misionero, no fui llamado a ninguna posición de liderismo. Tenía amigos y disfruté de muchas experiencias y recibí algo de reconocimiento; mas lo que yo buscaba parecía escapárseme. No obstante, logré algo mucho más valioso. Aprendí a orar lo suficiente como para establecer una íntima relación con mi Padre Celestial. Confiaba en que Él sabía lo que era mejor para mí. Yo no deseaba que El interviniera y me diera algo que me encaminaría en el rumbo equivocado. Y nunca creía que mis fracasos eran rechazos o castigos.
Después de mi misión empecé a tener más éxito. El primero fue tener una esposa que fue una gran bendición. Y mi carrera bancaria iba muy bien; recibí un ascenso tras otro. Teníamos una vida feliz y una hermosa familia. Pero la tragedia llegó repentinamente: mi esposa murió en un accidente aéreo. Eso fue una tremenda prueba para mi confianza en el Señor. Y Él me socorrió, dándome la consolación, la aceptación y comprensión que vienen de su divina fuente. Dos años más tarde, mi vida había recomenzado con otro matrimonio, con una compañera amorosa, talentosa y espiritual, que también fue una gran bendición. Se confirmó mi confianza en el Señor.
Al contemplar el pasado y examinar mi vida, que acabo de bosquejar brevemente, puedo ver cuán fácilmente pude haber fallado en lograr las metas que en verdad valen la pena, si no hubiera confiado en Dios cuando circunstancias fuera de mi control abrían nuevas puertas. Mi vida presente contrasta grandemente con lo que era, y que fácilmente hubiera podido seguir siendo. Estuve viviendo como banquero —respetado en la comunidad, me pagaban y vivía al mismo nivel de los clientes más ricos con que me relacionaba. Aunque fui criado en una granja, ordeñando vacas y haciendo otras tareas comunes como muchacho granjero, ahora me asociaba con los líderes de la industria y el comercio, con diplomáticos, generales, líderes de alto nivel en el Gobierno, y presidentes de naciones.
Yo era activo en la Iglesia, presidente de distrito, pero las cosas del mundo ocupaban mi mente. Tenía dos lanchas en el club de yates, un avión en un hangar del aeropuerto, tres sirvientas uniformadas de planta —una para cocinar, otra como niñera del bebé recién nacido, y otra para hacer la limpieza de nuestra grande e imponente casa. Mi estilo de vida era el de los millonarios locales, y juntos íbamos de cacería, de pesca, a jugar polo, a esquiar. Entonces ocurrió la tragedia de la que hablé anteriormente, que le quitó la vida a mi compañera, y súbitamente ninguna de esas actividades tuvo importancia. Sí, me había divertido mucho, y esos recuerdos persistían, pero la única cosa importante ahora era el matrimonio en el templo, la seguridad de una vida más allá del velo, y la eternidad al lado de mi esposa. Ahora, las cosas espirituales eran lo único importante. Todo lo demás era temporal y efímero, resbaladizo. Ya los aviones y los lujos carecían de importancia.
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Y todavía había otro factor, y eso fue lo que me llevó verdaderamente hasta lo profundo de la humildad. Yo me sentía responsable por el accidente. Me sentía tan culpable como otro hombre que conocí, que se había dormido al volante del automóvil y había ocasionado la muerte de su esposa y de sus hijos. Yo no estuve con mi esposa cuando el ala del avión se desprendió y éste se vino abajo, pero me sentía responsable por las circunstancias. Oré pidiendo fuerza, porque para sobrevivir necesitaba el amor del Señor; y la recibí. La recibí cuando más la necesitaba. Me llenó la certidumbre de que yo tenía un valor para el Señor. Sentí su presencia y su consuelo. Sentí una nueva seguridad, pero ahora me sentía tan humilde que mi único pensamiento era: '"¿Cómo puedo servirlo?" Estaba agradecido. Sentí el perdón y el amor del Señor a un grado que yo nunca había experimentado. Renové mi confianza en el Señor y sentí que Él confiaba en mí. Llegué a saber, de una manera distinta, que todas las cosas temporales son de importancia fugaz. Supe también que a veces yo quedaba sujeto a circunstancias fuera de mi control.
Experimenté una nueva y más madura humildad. Ahora entendía lo que significaba ser "pobre de espíritu" y "venir a El".
El consuelo viene únicamente a los que aceptan la voluntad del Señor y llegan a percibir sus propósitos en lo que les causa el sufrimiento. Podemos recibir al Consolador, y si el Señor necesita humillarnos por medio de nuestras experiencias, que así sea.
El aceptar con serenidad y confianza las cosas que no podemos cambiar, es confiar en la sabiduría del Señor.
Yo confié en el Señor, me volví a casar, y pocos años más tarde fui llamado a servir como presidente de una de las misiones en México. Hacia el final de esa misión llegó a mi vida otra gran prueba. Se me pidió que tomara el avión a Lago Salado para ser entrevistado por uno de los líderes de la Iglesia. Ese hermano me había preguntado unos meses antes si estaba interesado en un empleo dentro de la Iglesia, pero de inmediato había desechado la idea porque pensé que no podríamos vivir con ese salario. Esta segunda vez me hizo el ofrecimiento, todavía con el mismo salario, pero con la sugerencia de que orara al respecto. Quedó aclarado que no se trataba de un llamamiento, y que el trabajo podría ser temporal. Mi esposa y yo ayunamos y oramos, y recibimos la sensación inequívoca de que debíamos dejar la seguridad y el salario elevado de una carrera bancaria, con todo su prestigio y prestaciones, y aceptar la posición que ofrecía la iglesia. No supimos por qué. Tan sólo supimos que era una prueba que teníamos que pasar. Nuestro único pensamiento era: Tal parece que el Señor quiere que estemos en Lago Salado. Ya sabemos que se trata de un trabajo asalariado pero ésa parece ser la voluntad del Señor; confiaremos en Él.
Como siempre habíamos confiado en la sabiduría y el plan del Señor, ahora confiamos en la respuesta a nuestras oraciones, y abandonamos lo que creíamos era una carrera segura y próspera por la de un empleado asalariado del Departamento de Compras de la Iglesia. Esta experiencia demostró ser una útil preparación para un posterior llamamiento al Primer Quórum de los Setenta. Nuestra fe sí estaba bien fundada, y no hemos sufrido. De cuando en cuando nos hemos sentido frustrados, pero jamás hemos sentido sino seguridad al confiar en el Señor. Nunca hemos dudado de la inspiración o los susurros del Espíritu. Y, eso sí, hemos visto mucho de lo que Él tenía planeado para nuestras vidas.
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