Digno de confianza por el autodominio

Capífulo 7
Digno de confianza por el autodominio
El carácter, la capacidad y el capital espiritual dependen primordial mente del grado de desarrollo de nuestro autodominio. No se puede confiar en una persona que no tiene control de sí misma. Ciertamente, el Señor retirará su confianza de quienes no pueden controlar sus pensamientos, su lenguaje y su comportamiento.
Hacia finales de la Segunda Guerra Mundial ingresé en el programa de vuelo para cadetes de la Fuerza Naval. Poder pilotear los aviones de la Fuerza Naval era una aventura emocionante pero arriesgada. Ocasionalmente, algún cadete cometía un error y estropeaba uno de los aviones. Si sobrevivía, se le requería que hiciera un reporte escrito del accidente. Normalmente, en el reporte reconocía haber omitido algo importante, como bajar el tren de aterrizaje, ajustar la temperatura del carburador, cargar suficiente combustible de reserva, etc.
Uno de los incidentes que recuerdo es sobre un cadete que no quería admitir su error, a pesar de haber destruido su nave y otras tres más. Su reporte del accidente declaraba: 'La velocidad de la nave era excesiva para el descenso. La nave tocó la pista primero con una llanta y después con la otra... Fue dando varios saltos por la pista... La nave se salió de la pista, deslizándose por el pasto... Cruzó la pista de rodaje... siguió rebotando por el pasto... El ala derecha dio contra una camioneta mal estacionada... y entonces perdí el control y dimos de lleno contra los tres aviones estacionados...'
Es obvio que el avión estaba fuera de control desde el principio. El cadete probablemente perdió todo el control en la cabina, mientras ocurría el desastre. Antes del accidente es seguro que ya había perdido el control de cosas tan esenciales como la velocidad aerodinámica y la dirección. Pudo haber apagado el motor, usado los frenos, etc., en lugar de ir a chocar contra los aviones estacionados mientras el motor lo impulsaba a mil quinientas revoluciones por minuto. No hubo control de ninguna especie.
Con una actitud parecida, pero con mucho más serias consecuencias, un joven vino a ver a su obispo y confesó un pecado grave. Sin embargo, el joven creía que todo seguiría como si nada hubiera pasado, pues decía: "Lo que pasó fue un accidente... no era mi intención hacerlo".
Muy pocos miembros de la Iglesia tienen verdaderamente el deseo de cometer pecados; pero debemos saber también que son muy pocos, si acaso los hay, los que pecan por accidente.
En este caso, cuando el obispo examinó el asunto a fondo, se dio cuenta de que la vida de este joven estaba completamente fuera de control. Había estado saliendo con la misma jovencita con demasiada frecuencia, y cada vez pasaba con ella muchas horas, hasta muy tarde, e iban a lugares de mala fama y hacían cosas incorrectas. Eran "un accidente andando", esperando la oportunidad para ocurrir. Satanás proporcionó la oportunidad, y ocurrió el "accidente". Se habían metido a terreno peligroso. Habían perdido el control. Iban en la dirección equivocada. No estaban haciendo lo correcto. No volvían a casa a la hora que sus padres les decían. No confiaban en Dios y sus mandamientos para guardarse puros. Confiaban en "el brazo de la carne", es decir en su propia sabiduría, que finalmente se debilitaría bajo la tensión a que la sometían. Habían comenzado a perder su virtud poco a poco. Nadie (excepto quizá Satanás) estaba en los controles. Cierto es que el perdón estaba a su alcance, pero el "accidente" había hecho un daño que sería muy difícil reparar. Aun cuando puede efectuarse una reparación (espiritual) mediante el arrepentimiento y la Expiación, en una situación como ésa existe un gran riesgo de que el carácter, la confianza en sí mismo y la reputación sufran un daño permanente.
Antes de que se cometa cualquier pecado, los pensamientos del transgresor ya han estado fuera de control. "'Porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es él" (Proverbios 23:7), o en eso se convierte. Por esa razón el Señor nos dice que se espera que controlemos nuestros pensamientos, y que si no lo hacemos, seremos juzgados y condenados por ellos, como si hasta cierto punto hubiéramos cometido el pecado mismo a través de ellos. Alma lo dice muy claro: 37
"Porque nuestras palabras nos condenarán, sí. todas nuestras obras nos condenarán; no nos hallaremos sin mancha, y nuestros pensamientos también nos condenarán. Y en esta terrible condición no nos atreveremos a mirar a nuestro Dios, sino que nos daríamos por felices si pudiéramos mandar a las piedras y montañas que cayesen sobre nosotros, para que nos escondiesen de su presencia." (Alma 12:14).
¿Qué duda puede haber al respecto? Nosotros mismos somos los responsables por las cosas que pensamos. Siempre hay quienes quieren echarle la culpa a otro, pero aquí vemos que a cada quien se le dará lo que le corresponde, como debe ser. Somos nosotros los que debemos controlar lo que pensamos.
Al meditar un poco sobre el tema, podemos entender por qué es necesario que controlemos nuestros pensamientos: es como si se tratara de una cadena:
Los pensamientos se convierten en palabras.
Las palabras se convierten en acciones.
Las acciones se convierten en hábitos.
Los hábitos forman el carácter.
El carácter determina nuestro destino.
El rey Benjamín, al terminar su discurso, dijo la misma cosa con esta joya filosófica:
"Y por último, no puedo deciros todas las cosas mediante las cuales podéis cometer pecado; porque hay varios modos y medios, tantos que no puedo enumerarlos.
Pero esto puedo deciros, que si no os cuidáis a vosotros mismos, y vuestros pensamientos, y vuestras palabras y vuestras obras, y si no observáis los mandamientos de Dios ni perseveráis en la fe de lo que habéis oído concerniente a la venida de nuestro Señor, aun hasta el fin de vuestras vidas, debéis perecer". (Mosíah 4: 29. 30).
Hay gente que rechaza la idea de que somos responsables cuando perdemos control de nuestros pensamientos, arguyendo que los pensamientos no son pecado en realidad sino hasta que se produce la acción. Eso es un argumento de Satanás. En el Sermón del Monte, el Salvador señala que mirar con lascivia a una persona del sexo opuesto es cometer adulterio en nuestro corazón. Nos da a entender que el pensamiento ocurre antes que ocurra el hecho. El cuerpo no es sino un instrumento de la mente. Por lo cual, el Salvador aconseja no cometer adulterio en nuestro corazón, e implica que es casi tan malo como cometer el acto mismo. Por esa razón dio la ley mayor: para que nadie tuviera ni siquiera pensamientos inmorales, o se imaginara a sí mismo en situaciones inmorales. El dijo: "Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo (y a continuación da la ley mayor) que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón" (Mateo 5:27, 28; véase también 3 Nefi 12:27-29). En la actualidad podríamos decir: "Cualquiera que mira con lujuria a una persona del sexo opuesto, ya adulteró con ella en su corazón". Eso incluye tanto al hombre como a la mujer, pues tal parece que, en el mundo actual, el hombre y la mujer tienen la misma iniciativa para el pecado.
Hay sicólogos que llegan al grado de afirmar que los accidentes no existen, que antes de la acción se produce el pensamiento, trátese de cosas buenas o malas, intencionales o no. Dicen que un músico no toca una nota equivocada sin pensarlo primero; que hasta el acto de tropezar se origina en un pensamiento subconsciente, y que por eso ocurre.
Yo no creo que ninguno que roba un banco pueda convencer a nadie que el robo haya sido un accidente, que casualmente llegó al banco con una pistola y la apuntó hacia el cajero, y que entonces perdió el control de sí mismo y de su boca salieron las palabras: "Esto es un asalto", sin que él lo pudiera evitar. A nadie le gusta ir a la cárcel. Es demasiado común que los abogados defensores usen el argumento de que "todo fue un infortunado accidente", cuando en realidad existían los pensamientos, y los controles o restricciones establecidos fueron ignorados o violados con toda premeditación. Todo pecado se piensa antes de hacerse. Satanás puede guiar el proceso, y éste puede ser muy sutil —publicidad pornográfica, ropa inmodesta, películas sugestivas, chistes inmorales y revistas y novelas manifiestamente pornográficas, etc. De manera que se pierde el control de los pensamientos mucho antes que se produzca el pecado. 38
Nosotros somos los guardianes de nuestra mente. Nosotros podemos controlar nuestros pensamientos. Nuestras mentes son como computadoras: lo que de ellas sale depende de lo que en ellas entra. Si permitimos que entren pensamientos impuros en nuestra mente, lo que saldrá serán pensamientos impuros en forma de palabras o acciones. Seremos juzgados si dejamos que en nuestra mente entre basura en lugar de pensamientos buenos, inspiradores, que nos eleven. Cuando se active la memoria de nuestra mente en el gran día del juicio final, muchos de nosotros nos vamos a avergonzar por las imágenes que aparecerán en la pantalla de nuestra mente (véase 2 Nefi 9:14). Vamos a querer escondernos al ver la basura que aparecerá. Si no nos hemos arrepentido y participado de la expiación de Cristo, se nos presentará, para nuestra completa vergüenza y deshonra, todo chiste obsceno que hayamos contado, toda cosa repugnante, toda revista, imagen, película o novela pornográfica, toda cosa tenebrosa y deplorable que hubiéramos preferido ocultar. Habremos quizá pensado que ya estaba todo olvidado, pero ese día nos encogeremos de vergüenza, a no ser que hayamos puesto en orden nuestra vida y nuestras mentes mientras estábamos todavía en nuestra probación mortal. Eso significa que nos hayamos arrepentido y pedido el perdón; que hayamos revestido nuestra mente con elementos espirituales, inspiradores y educativos; que hayamos buscado lo bueno en los mejores libros; que hayamos procurado afanosamente mejorar nuestra mente y la calidad de nuestros pensamientos: que hayamos buscado la cultura y la belleza y los ideales del evangelio; que nos hayamos esforzado por llenar nuestra mente con pensamientos sobre el Salvador, y con la clase de pensamientos que Él quisiera que tuviéramos. Si nuestro arrepentimiento es genuino, nuestra mente se purificará y el temor se alejará de nosotros. Jesús es el único Juez (véase 2 Nefi 9:41), y Él conoce todos nuestros pensamientos y las intenciones de nuestro corazón. ¿No sería preferible que viera la pureza y belleza reflejada en nuestros pensamientos, en lugar de basura?
Los padres deben esmerarse por proveer a sus hijos con la motivación y la oportunidad de participar en entretenimientos y lecturas edificantes y educativos. La Iglesia provee ayuda, pero es la responsabilidad de los padres estar al tanto de los hábitos de sus hijos con respecto al material que leen y que ven en el cine y en la televisión. Cuando los hijos llegan a la edad de responsabilidad, adquieren una responsabilidad individual por lo que entra y lo que sale de sus mentes. Esa es otra razón por la que las Escrituras nos aconsejan leer "de los mejores libros" (D. y C. 88:118).
El Eder Boyd K. Packer nos ha enseñado que podemos controlar nuestros pensamientos si sustituimos los que son grises o decididamente obscuros con pensamientos espirituales. Nos ha recordado que la luz puede reemplazar a las tinieblas. Si ponemos en nuestra mente una escritura o el mensaje de uno de nuestros himnos favoritos que hayamos memorizado, los pensamientos indebidos se borrarán de la pantalla de nuestra mente. Es claro que se necesita el autodominio, pero ése es exactamente el propósito de la vida. Debemos controlar nuestras acciones y nuestros pensamientos. Esa es la esencia de la prueba de esta vida. En casi cada uno de sus discursos de las conferencias, el Presidente David O. McKay nos exhortaba a ejercer el autodominio no solamente como el medio para lograr nuestras metas en esta vida, sino también por ser el propósito fundamental de la mortalidad misma.
Nuestro carácter será juzgado más por lo que decimos de otros que por lo que otros digan de nosotros. Debemos controlar nuestra lengua. Los demás llegan a conocernos y a formarse una idea de nuestro valor y nuestro carácter, principalmente por nuestras palabras, nuestro vocabulario y nuestras frases. Recordemos nuevamente que Alma lo dijo muy claramente: "...nuestras palabras nos condenarán..." (Alma 12:14). Santiago también acusa enérgicamente a los que no controlan su lengua:
Si alguno se cree religioso entre vosotros, y no refrena su lengua, sino que engaña su corazón, la religión de tal es vana (Santiago 1:26).
Porque todos ofendemos muchas veces. Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto, capaz también de refrenar todo el cuerpo.
He aquí nosotros ponemos freno en la boca de los caballos para que nos obedezcan, y dirigimos así todo su cuerpo.
Mirad también las naves; aunque tan grandes, y llevadas de impetuosos vientos, son gobernadas con un muy pequeño timón por donde el que las gobierna quiere. Así también la lengua es un miembro pequeño, pero se jacta de grandes cosas. He aquí, ¡cuán grande bosque enciende un pequeño fuego!
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Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno.
Porque toda naturaleza de bestias, y de aves, y de serpientes, y de seres del mar, se doma y ha sido domada por la naturaleza humana; pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado, lleno de veneno mortal.
Con ella bendecimos al Dios y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, que están hechos a la semejanza de Dios.
De una misma boca proceden bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así.
¿Acaso alguna fuente echa por una misma abertura agua dulce y amarga?
Hermanos míos, ¿puede acaso la higuera producir aceitunas, o la vid higos? Así también ninguna fuente puede dar agua salada y dulce.
¿Quién es sabio y entendido entre vosotros? Muestre por la buena conducta sus obras en sabia mansedumbre.
Pero la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía (Santiago 3:2-13; 3:17).
Uno de los atributos de los grandes líderes de la Iglesia que yo he conocido es que, aunque son usualmente hombres con gran fuerza de voluntad y opiniones muy firmes, no hablan mal de nadie. Si no pueden decir algo positivo sobre determinada persona, no dicen nada. En sus llamamientos llegan a conocer las debilidades y los pecados de mucha gente y, si quisieran, dispondrían de muchos chismes o "información jugosa" qué compartir. No obstante, honran la sagrada confianza que se ha depositado en ellos, y dicen sólo lo bueno de todo mundo. También es cierto que hay ocasiones en que elevan su voz en justa indignación a favor de causas justas, o en contra del pecado y el error. Hay líderes muy elocuentes para predicar contra el pecado y Satanás. Mas todos los líderes que conozco temen hacer o decir cualquier cosa que desacredite la reputación de otra persona, buena o mala. La clave es que sienten amor por el pecador, aunque aborrecen el pecado.
Los rumores y los chismes hacen un daño terrible a la gente inocente. Muchos de los que cuentan chismes lo hacen por inflar su reputación. Y es por la opinión tan pobre o distorsionada que tienen de sí mismos, que no pueden resistir la tentación de hacerles ver a otras personas que ellos saben algo, que "supieron algo", que están al tanto de algo tan secreto que nada más la gente "importante" lo sabe. En algún mal lugar han adquirido la idea errónea de que hablar mal de alguien —decir algo titilante o escandaloso— mejorará su propia imagen a los ojos de quien los escucha. Y aunque eso es mentira, no obstante, la tendencia continúa. Sólo el espíritu del evangelio puede cambiar esa tendencia, y aun así el progreso suele ocurrir lentamente. El chismorreo es una enfermedad tanto de jóvenes como de viejos; tanto de hombres como de mujeres. Las palabras dichas, como las plumas que se sueltan al viento, no se pueden recoger fácilmente. El daño se hace demasiado rápido.
El control de este mal hábito está en nuestra mente. Si en ella no hay pensamientos chismosos, en nuestra boca tampoco habrá palabras. Si por nuestro llamamiento sabemos de alguna cosa negativa, debemos aprender a controlar tanto nuestra mente como nuestra lengua. En todo caso es cuestión de control y autodominio. En eso consiste la prueba.
El lenguaje vulgar también se elimina controlando la lengua, pero en forma diferente al chisme. El lenguaje vulgar depende del hábito y la falta de un vocabulario adecuado para expresar frustración, emoción, pasión, etc. En una palabra, es necesario controlar las emociones.
Si uno trabaja en un ambiente donde casi todos usan maldiciones, se requiere mayor dominio de sí mismo que si trabajara en un ambiente más refinado. El problema también puede darse en el hogar. Los hijos tienden a usar las palabras que oyen de sus padres; también aprenden las palabras de los niños con los que juegan. Si los padres ponen suficiente énfasis en el uso de palabras buenas y limpias, los niños aprenderán lo que es apropiado y lo que no lo es. La tarea principal de los padres debe ser no sólo evitar malas palabras en el hogar, sino ayudar a sus hijos a eliminar esas palabras de su vocabulario.
Yo estuve algunos años en la Fuerza Naval, donde me vi rodeado por el lenguaje más vulgar. Pero esas 40
expresiones nunca llegaron a formar parte del vocabulario de varios de nosotros, porque nunca lo permitimos. Para ello se necesita un esfuerzo consciente, así como disponer siempre de las palabras apropiadas. Parte del problema es simplemente la falta de madurez. La mayoría de los hombres crecen tratando de impresionar a los que son mayores que ellos; en cuanto notan que los mayores usan lenguaje soez, los jóvenes tratan de demostrar cuán crecidos son, usando las mismas palabras. Afortunadamente hay quienes han crecido sin tener ese mal ejemplo y que han crecido también conociendo héroes modernos que siempre han usado lenguaje limpio. Pero hay algunos que nunca han crecido, y todavía siguen tratando de demostrar lo "grande" que son, mediante lo pequeño de su vocabulario.
Yo nunca me sentí atraído por el lenguaje vulgar, y estoy seguro que eso se debió a la siguiente experiencia: Mi padre murió cuando yo tenía unos seis años. El ha sido un héroe para mí toda mi vida. Todos hablaron siempre de él con respeto; yo me sentía orgulloso de ser su hijo. Llegó el día inevitable, cuando yo tenía entre once y doce años, en el que quise impresionar a los muchachos más grandes, diciendo algunas palabrotas. Las pensé y las repetí para acostumbrarme a decirlas fácilmene. Si mi madre me hubiera oído, de seguro me hubiera curado con una buena dosis de jabón en la boca.
Esperé el momento cuando no hubiera adultos alrededor. Había un grupo de muchachos sentados entre dos carros, platicando. Llegó el momento oportuno y dije mi discursito adornado con las palabrotas que impresionarían a los más machos de entre ellos. En ese mismo instante pasó por ahí un hombre vecino nuestro. Yo no lo había visto acercarse, por la manera en que los carros estaban estacionados. Pasó como si no hubiera oído nada. Poco después regresó por el otro lado de los carros, y me llamó: "¿Qué tal, Bobby, puedes venir un momento por un recado para tu tío?".
Me sentí aliviado de que no me hubiera reprendido en público. Lo seguí hasta que nuestras voces quedaron fuera del alcance del grupo de muchachos. Me miró fijamente y me dijo: "Bobby, oí lo que dijiste. A tu padre no le hubiera gustado oír eso de tí". Entonces se fue. Sus palabras me llegaron hasta el tuétano. Ningún otro castigo me hubiera infligido más dolor. El fue muy sabio al no humillarme enfrente de quienes yo había tratado vanamente de impresionar, pues así tal vez yo lo hubiera ignorado. En vez de eso, me hizo pensar en mi padre. Me dio en el lado donde más dolió. Y hasta el día de hoy tiemblo de sólo pensar en ese momento, o en cualquier otro en que pudiera decir palabras que disminuyan la confianza de mi padre, mi madre, el profeta o alguna otra persona, especialmente mi Salvador.
Hay muchas maneras en que se puede ser vulgar y profano; y hay palabras y frases que toman en vano el nombre del Señor. Se cuenta de la gente de un lugar que no veía nada malo en usar ciertas palabrotas groseras muy comunes. En cambio, ellos se asustaban de la gente que vivía en el pueblecito vecino, quienes, con cierta frecuencia tomaban en vano el nombre de Dios aunque, eso sí, nunca se rebajaban al grado de usar las palabrotas que usaban los del otro pueblo. Unos y otros se miraban con aire de superioridad; todos estaban en error; ninguno tenía excusa; todo consistía en un hábito innecesario. Y lo menciono aquí porque, tratándose de la vulgaridad y del uso del nombre del Señor en vano, muchos desaprueban las palabras de otros pero no ven sus propios pecados. Su escasez de vocabulario ha provocado que se formen malos hábitos, y ni siquiera notan que maldicen.
Había dos amigos, jóvenes adolescentes, que acordaron ayudarse el uno al otro a eliminar ese mal hábito. Cuando uno le oía al otro una mala palabra, el segundo le daba un golpe al primero en el músculo del hombro, con todas sus fuerzas. Era un juego muy varonil, y dio resultado. Tras unos cuantos moretones, los dos habían puesto su boca en orden. Si algún joven mormón tiene el vicio de maldecir, se le recomienda ese juego.
Al Presidente Spencer W. Kimball, santo profeta, y muy varonil, una vez lo llevaban en camilla a la sala de operaciones. Desafortunadamente, el camillero se machucó un dedo entre la camilla y la puerta del elevador, cortándoselo y empezando a sangrar, por lo que el joven soltó una maldición muy popular, con la que tomó en vano el nombre del Señor. El profeta, algo adormilado por los sedantes que ya se le habían comenzado a administrar en preparación para la operación, abrió los ojos trabajosamente, y le dijo: "No diga eso, por favor. El es mi mejor amigo". El camillero, reprendido con amor, pidió disculpas.
¿Tenemos nosotros tanto amor por el Salvador que haríamos lo que hizo el profeta? ¿Evitaríamos que se abusara del nombre sagrado del Salvador? ¿Lo haríamos con amor?
Igual que cualquier máquina, el enojo puede salirse de control. Por nuestro propio bien y el de 41
quienes nos rodean, necesitamos aprender a controlar esa emoción o pasión. Algunos hacen rabietas; otros vociferan y se encolerizan, mientras que otros parecen estar bufando de cólera por dentro. Es cierto que a algunos les es más fácil controlarse que a otros, pero si vamos a procurar el reino celestial, el enojo es algo que debemos controlar, cueste lo que cueste. El Salvador también nos dio la ley mayor a ese respecto, por la cual debernos guiarnos. Se encuentra en el Sermón del Monte, junto con otras leyes mayores que dio al mismo tiempo. Fue el Salvador quien grabó los Diez Mandamientos en las tablas de piedra. Siendo Él mismo el autor de la ley de Moisés, como el Jehová del Antiguo Testamento (antes de nacer de María). Por lo mismo, el Salvador, como representante del Padre, tenía la autoridad para dar una interpretación más elevada de los Diez Mandamientos. Dijo a la multitud, como se encuentra en 3 Nefi:
Habéis oído que ha sido dicho por los de tiempos antiguos, y también lo tenéis escrito ante vosotros: No matarás; y cualquiera que matare estará expuesto al juicio de Dios.
Pero yo os digo que quien se enoje con su hermano corre peligro de su juicio. Y cualquiera que diga a su hermano: Raca, quedará expuesto al concilio; y el que le diga: Insensato, estará en peligro del fuego del infierno (3 Nefi 12:21, 22; véase también Mateo 5:21, 22).
Mucha gente comete el error de decir que la ley de Moisés era más dura que el evangelio. Ciertamente, en relación a los castigos y al control de la vida cotidiana, la ley de Moisés era más severa, pero el evangelio es una ley más difícil de vivir, como lo muestra el pasaje anterior. Jesús no pide a sus discípulos solamente que se abstengan de matar; pide algo para que ni siquiera exista la posibilidad de matar. Les pide que eviten el enojo y el uso de epítetos ofensivos. Eso requiere control. Hay quienes piensan que su enojo tiene "justa razón". Quien golpea a los niños, o a su esposa, piensa que hay razón justificada. Quien abusa de los animales cree que hay un buen motivo para causarles dolor. No debería haber ninguna duda de que Dios no aprueba un temperamento desenfrenado. El enojo engendra homicidios, tanto como la lascivia engendra adulterios. De ahí que debemos eliminar de nosotros la lascivia y el enojo, antes que se conviertan en pecados más graves. Por supuesto, cuando sea necesario hay que reprender "con severidad" (inteligentemente), cuando lo sugiera el Espíritu Santo (D. y C. 121:43). Hay que recordar que la ira sin freno es una emoción humana, no divina.
Si nosotros esperamos asociarnos con Dios, con ángeles, profetas y seres pacíficos en una atmósfera celestial, no podremos permitirnos ser personas que estallan en arrebatos de ira. Durante nuestra estancia en la Tierra aprendamos a controlar nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones, y aprendamos a conducirnos de manera apropiada para tan sagrada compañía. Hagamos un esfuerzo para cambiar lo que debe cambiar en nuestro hogar y en nuestro trabajo. Podemos hacerlo. Ahora es el tiempo de adoptar el espíritu de los himnos: "Sé prudente, oh, hermano" y "Oh, hablemos con tiernos acentos".
Las emociones como el enojarse y el ofenderse, son veneno para el espíritu. Quien sufre ataques de tales emociones, pierde el Espíritu rápidamente. Satanás aprovecha esas emociones para destruirnos y hacer su obra. Comúnmente sucede que la persona que abriga resentimientos contra otra por ofensas reales o imaginadas, o que se siente ofendida o enojada con otra, deja de asistir a la Iglesia. Esa persona no puede disfrutar de las cosas espirituales; las emociones negativas contrarrestan sus deseos espirituales; el espíritu de venganza, de castigo y retribución, toma el mando de su corazón y de su mente, y pierde el Espíritu del Señor. Precisamente por eso nunca debemos dejar de asistir a la reunión sacramental, pues nos induce a perdonar, ya que no podemos participar del sacramento estando enojados.
Esos sentimientos negativos son como un veneno. Debemos reaccionar ante ellos como lo haríamos al ser mordidos por una serpiente venenosa. Si una víbora de cascabel me muerde y escapa, ¿qué debo hacer? ¿Acaso debo tomar un garrote e ir a buscar a la serpiente, para matarla, o debo primero procurar extraerme el veneno cuanto antes? La respuesta es obvia. Igual ocurre cuando nos enojamos y nos ofendemos.
Debo extraerme el veneno inmediatamente; nunca debo pensar en castigar al transgresor; no servirá de nada; corro más riesgo yo que el ofensor.
Este concepto es extraño para la mayoría de las personas que se sienten enojadas u ofendidas. Normalmente quieren atacar y castigar al "enemigo". Recuerdo el relato de un hombre que entró a la oficina 42
de un obispo en la Iglesia, con la cara roja y las venas sobresaltadas, demandando: '"Debe usted hacerle un tribunal eclesiástico a fulano de tal. Tiene que excomulgarlo. Hay que castigarlo".
El obispo ya sabía algo sobre el problema que había entre ellos, y le contestó: "Según parece, ese hermano lo ha ofendido mucho".
"Así es", fue la respuesta inmediata.
El obispo añadió: "Hermano, déjeme leerle una escritura". El ofendido rechazó el ofrecimiento, diciendo: "Léasela a él".
Pero el obispo insistió, tratando de persuadirlo: "Sí, pero escúchela usted primero", y le leyó de Doctrina y Convenios comenzando en la sección 64, versículo 9: "...debéis perdonaros los unos a los otros; pues el que no perdona las ofensas de su hermano, queda condenado ante el Señor...".
Antes que pudiera continuar, el ofendido lo interrumpió, diciendo en voz alta. "Léale eso a él; léale esa parte que habla de ser condenado ante el Señor, eso me gusta".
"No me está entendiendo -dijo el obispo.- Esto es para usted. Dice que 'el que no perdona las ofensas de su hermano, queda condenado ante el Señor, porque en él permanece el mayor pecado'".
En otras palabras: el que se siente ofendido y no perdona al ofensor, pierde el poder de la Expiación. La expiación de Cristo no le vale hasta que el ofendido ejerza el perdón. El que no perdona recoge de vuelta sus antiguos pecados, y todas sus pasadas culpas lo abruman de nuevo, y su pecado es mayor. Su situación ahora podría ser peor que la del ofensor, quien posiblemente no lo ofendió intencionalmente. Son pocos los ofendidos que comprenden esto, pero está bastante claro. El veneno lo tiene dentro el que siente la fuerte emoción negativa de sentirse ofendido, o agraviado, o enojado. Por supuesto, el culpable de la ofensa tendrá que dar cuenta de su pecado, pero el ofendido debe extraerse el veneno, y pronto —sin procurar castigar al ofensor— antes que ese veneno mate su espíritu. La manera de extraerse el veneno es perdonando, olvidando, disculpando a la otra persona, siendo comprensivo con las debilidades y temperamento humanos, no siendo tan riguroso con detalles insignificantes, considerando que probablemente la otra persona se equivocó, etc., etc.
"Tampoco apliques tu corazón a todas las cosas que se hablan, para que no oigas a tu siervo cuando dice mal de ti; porque tu corazón sabe que tú también dijiste mal de otros muchas veces'" (Eclesiastés 7:21,22).
Diciendo: "Lo perdono pero no puedo olvidar", no saca el veneno de nosotros, y no sirve para nada. Los viejos resentimientos y los lamentables malentendidos entre vecinos, o entre familiares, o parientes políticos, o entre hermanos de la Iglesia, son un infortunio para todos los involucrados. Repito que la solución es que el ofendido practique el perdón y el olvido. Será la única manera en que alcanzará el perdón del Señor para sus propias ofensas. Como juzgamos a otros, seremos juzgados. Mientras más misericordiosos seamos con nuestros semejantes, más misericordioso será el Señor con nosotros.
Entonces, el perdonar es poner toda la confianza en Dios. Y ésa es también la manera de hacerse digno de confianza.
Y después de todo, la mayor parte de las ofensas son imaginadas. Habrá personas que ocasionalmente hagan comentarios mordaces, pero aun así, muchas veces es por descuido y no intencionalmente. Un filósofo dijo: "Sentirse insultado cuando la otra persona no pretendía insultarnos, es descabellado. Sentirse insultado cuando la otra persona pretendió insultarnos, es doblemente descabellado, porque la carga del pecado está toda en el que ofende... hasta que nosotros se la quitamos al no perdonarlo. Entonces nos quedamos con la carga y el mayor pecado".
En una rama de la Iglesia en Sudamérica, una jovencita hacía su mejor esfuerzo para tocar el pequeño órgano de pedales; se trataba de un instrumento muy viejo, y ella estaba batallando mucho. Entonces su madre oyó que otra hermana decía despectivamente: "Esa organista no sirve para nada". La madre se ofendió, y tomando a su hija de la mano, salió sin decir una palabra. Pasado un tiempo sin que nadie viera en la Iglesia ni a la madre ni a la hija, el presidente de la rama visitó el hogar. La madre, todavía lastimada por el incidente, le dijo que no volvería a la Iglesia mientras la hermana fulana estuviera ahí. El presidente de la rama visitó a la otra hermana, la cual negó haber dicho jamás nada que fuera ofensivo. Entonces, el presidente de rama se dio a la tarea de reunir a las dos mujeres, lo cual no fue fácil. La madre volvió a relatar 43
cómo había sido insultada su hija. Súbitamente, la otra hermana se cubrió la cara con las manos, acongojada al recordar la situación, y exclamó: "¡Oh no! ¡Pensó usted que me refería a la organista, su hija, cuando dije que no servía para nada?".
"Eso es exactamente lo que usté dijo", replicó la madre.
"Qué confusión tan terrible", dijo la otra mujer. "Lo que yo dije fue: 'Ese organito no sirve para nada", pues está muy viejo y necesitamos uno nuevo. Lamento demasiado que me haya mal interpretado, pero yo nunca diría ni una palabra en contra de su hija tan buena, y de su habilidad para tocar".
Se llamaron testigos que pudieran verificar la conversación, y se resolvió el asunto. Pero ¿cuán frecuentemente se ofenden las personas inocentes por comentarios inofensivos, y nunca se reúnen para aclarar las cosas? ¡Qué tragedia! Si el ofendido nunca da el primer paso, puede ser que el "ofensor" nunca sepa lo que el otro cree haber oído. Este tema tiene muchas variantes. La única solución razonable es que la persona ofendida perdone y olvide—que se extraiga el veneno, que controle sus emociones, por su propio bien y el de los demás.
Este capítulo ha sido una relación detallada de las cositas cotidianas, difíciles, que debemos hacer para pasar la prueba mayor de esta vida, que podríamos llamar "la prueba celestial". No es mi intención desanimar a nadie. Me siento muy agradecido por la Expiación; me siento muy agradecido por la promesa que se halla en Mosíah 26:30: "Sí, y cuantas veces mi pueblo se arrepienta, le perdonaré sus transgresiones contra mí".
Sin esa esperanza en Cristo, todos estaríamos perdidos. Pero el reverso de la moneda es que nuestros esfuerzos deben ser sinceros. Unos estamos más atrasados que otros pero todos debemos ir encaminados en la dirección correcta. Eso es parte fundamental del arrepentimiento. Es modificar el rumbo que lleva nuestra vida, aceptar a Jesús como nuestro Redentor y como nuestra única esperanza de salvación, y entonces avanzar paso a paso hasta llegar al reino sempiterno.
A veces deseamos que de un salto pudiéramos llegar hasta el cielo, pero el autodominio se logra poco a poco, con dedicación constante.
Permítaseme ilustrarlo valiéndome de mi experiencia como piloto. Durante los últimos treinta años he volado en aviones de diversas clases, tanto en los Estados Unidos como en Latinoamérica. Una vez, habiendo vuelto a los Estados Unidos luego de una ausencia de varios años, un muy buen amigo me ofreció su nuevo Cessna bimotor. Por coincidencia, era uno de mis aviones favoritos. No sólo tenía motores especiales que lo llevarían a grandes altitudes, sino también tenía todos los radios, aparatos electrónicos de navegación, equipo para medir distancias, instrumentos para volar en toda clase de condiciones meteorológicas, oxígeno, etc., como si fuera aeronave comercial. Era para mí el avión perfecto, pero con gran esfuerzo rechacé la oportunidad de volar en él, diciendo: "Algún día iremos a México en él".
Pasaron los meses, y cada vez que veía a mi amigo, me ofrecía el avión, pero nunca sentí que debiera aceptar, a pesar de que la oferta era sincera. Un día, mi amigo trajo a mi oficina el juego de llaves y el manual del piloto, mostrando así que estaría encantado si yo usaba su avión. Con las llaves en mis manos, sentí un gran deseo de ir a México, a uno de mis lugares favoritos. Desgraciadamente, mi amigo no podía acompañarme, pero insistió en que yo fuera. Hablamos sobre los requisitos para que su póliza de seguro me cubriera a mí, y descubrimos que para eso yo necesitaba pasar un vuelo de prueba, acompañado de un inspector autorizado, pues ya hacía tiempo que yo no había volado ese particular tipo de avión.
Hicimos los arreglos, y me reuní con el inspector a un costado del avión a la hora fijada, con mis licencias expedidas en Estados Unidos, Argentina, Paraguay y Ecuador, y con documentos de vuelo que registraban vuelos efectuados en Cessnas 310 a través de selvas, montañas, desiertos y límites internacionales. Sonrió tranquilamente, aunque pareció no impresionarse, y dijo: "Ya he oído de usted, y no dudo que haya volado todo lo que dice, pero debo suponer que esos vuelos se completaron sin que hubiera ninguna emergencia. Ahora vamos a ver qué tan bien puede usted volar cuando todo sale mal". Durante la hora que siguió, me hizo maniobrar bajo todo tipo de circunstancias adversas. Simuló toda emergencia que se le pudo ocurrir. Apagó controles que debían ir encendidos. Encendió los que debían estar apagados. Trató de desorientarme y atemorizarme. Quería saber en verdad qué tan bien podía yo volar cuando todo andaba mal. Al terminar, estampó su firma en el documento y dijo: "Muy bien, usted es la clase de piloto a quien yo le confiaría mi familia". Lo consideré un cumplido, alegre de
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haber pasado la prueba.
Esta vida es como un vuelo de prueba. Espero que cuando me toque estar delante del Señor, me dé su aprobación y diga que hice lo correcto aun cuando todo salía mal aquí en la Tierra. Y espero que todos actuemos de igual manera cuando todo sale mal en la vida. Y volviendo a la metáfora con que empieza este libro, el ejemplo del banquero, si cumplimos con las cosas de la vida diaria —las cosas que hacen las esposas y madres, las que hacen los padres fieles y los hijos respetuosos— estaremos depositando dinero en el "banco espiritual" y aumentando nuestra línea de crédito. Y estaremos llegando a ser más dignos de confianza.

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