Capital espiritual

Capitulo 6
Capital espiritual
Hay tres características de nuestra vida que el Señor toma en cuenta para saber si somos dignos de confianza. Ya hablamos del carácter como una de esas características. El carácter queda ilustrado en el Salmo 15:4
"El que aun jurando en daño suyo, no por eso cambia".
Es decir, el hombre digno de confianza hace lo recto sin pensar en las consecuencias. La segunda característica que el Señor toma en cuenta es la capacidad, es decir, lo que podemos hacer, qué tan bien podemos hacerlo y cuán dispuestos estamos a hacerlo.
La tercera característica, la cual consideramos aquí en este capítulo, es el capital espiritual, es decir el tesoro que hemos acumulado en el cielo, "donde ni polilla ni orín corrompen, ni los ladrones minan ni hurtan" (Mateo 6:29-21).
El capital terrenal incluye cosas como el dinero, las acciones, los bonos, los bienes raíces, materias primas, inventario y toda clase de valores. El capital espiritual es otra cosa. El capital espiritual se encuentra, sobre todo, en la riqueza de la relación del hombre con Dios, propiamente establecida y fomentada. En el caso de Moisés o de José Smith, Dios tomó la iniciativa para establecer la relación; pero la mayoría de nosotros entra en relaciones con Dios y su reino por medio de los profetas, los líderes de estaca, los líderes de barrio y otros siervos del Señor. Por lo tanto, si deseamos ser amigos de Dios, necesitamos aprender a almacenar el capital espiritual de lealtad hacia todo lo noble, incluyendo la Iglesia y sus líderes.
Podemos acercarnos a Dios y hacernos dignos de su confianza, básicamente a través de los siervos del Señor. El Señor designa a sus siervos; Él los escoge y es leal a ellos; Él los sostiene; de lo contrario, su casa sería una casa de confusión. Los amigos de los siervos de Dios, son amigos de Dios (véase D. y C. 84:35-38,51-58. 77; 112:20; Mateo 10:40-42). Podemos ver que lo mismo sucede a la inversa: los enemigos de los siervos de Dios, son enemigos de Dios. Si buscamos los tesoros que no se corrompen, esos tesoros no están en este mundo. Esos tesoros consisten en ganarnos la confianza de Dios y ganarnos la confianza de los hombres que ya se han ganado esa confianza, y a quienes Él ha llamado para dirigir su obra aquí en la Tierra.
Para algunas personas es muy difícil confiar en seres humanos con debilidades humanas, y aceptar que pueden ser los portavoces autorizados del Señor. Lo vemos ejemplificado vividamente en la parábola de Lázaro y el hombre rico. Lázaro, el mendigo, al morir fue al seno de Abraham, pero el hombre rico al morir fue al tormento. Posteriormente, el hombre rico rogó que Lázaro fuera enviado a sus hermanos, para que éstos pudieran escapar de las consecuencias que él sufría. Se le dijo que sus hermanos ya tenían a Moisés y a los profetas. Él contestó que sus hermanos estarían más dispuestos a escuchar a uno que se levantase de los muertos; más aún, estaba seguro que escucharían a un mensajero enviado de entre los muertos (véase la parábola completa en Lucas 16:19-31): Por cierto, esa actitud de no confiar o respetar a los profetas vivos, es muy común, y ha sido una actitud casi universal desde los primeros tiempos. Los miembros de la familia de Moisés, a quien muchos consideran el profeta más grande (sin contar a Jesús, que es un Dios), se rebelaron contra él (véase Números 12). Y toda la nación israelita se rebeló repetidamente contra él, cuando estuvo vivo. Después de muerto siempre lo honraron.
El hombre rico de la parábola no creía que un ser mortal pudiera ser tan convincente como uno que se levantara de los muertos. Pero en su parábola, el Salvador nos dice que se debe escuchar a los profetas vivos tanto como si fueran mensajeros celestiales. El Salvador señala en este relato que si una persona no acepta a un profeta viviente, tampoco aceptaría a uno que viniera de entre los muertos. Tal es la naturaleza humana.
Casi toda la gente tiene más disposición para aceptar a los profetas muertos que a los vivos. Para los judíos de los tiempos de Jesús era más fácil honrar a los profetas del Antiguo Testamento que habían vivido
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miles de años antes, que honrar a Jesús y a Pablo, por ejemplo. Y para los cristianos en general, es más fácil aceptar a Pedro y a Pablo, que a José Smith. En nuestras mentes vemos a los profetas muertos como algo más que simples mortales. Los elevamos hasta el grado de perfección en la carne, e ignoramos su debilidades. Pensamos que si hubiéramos vivido en el tiempo de Noé, no hubiéramos sido de los que lo recharazon, sino que hubiéramos estado al lado de él y sus hijos, construyendo el arca y juntando las parejas de animales antes que comenzara a llover.
Decimos: 'Amamos a los profetas, sí señor, y si hubiéramos vivido en sus tiempos, no los hubiéramos rechazado. Estamos completamente seguros que hubiéramos seguido a Moisés al desierto sin murmurar, y que no hubiéramos estado entre los que fundieron el oro para hacer el becerro. No, señor, nosotros no. Hubiéramos sido de los más fieles. Y cuando Brigham Young estaba a punto de salir para el oeste, no nos hubiéramos quedado atrás, ni nos hubiéramos rebelado por el camino".
Es muy fácil decir cuán justos hubiéramos sido si hubiéramos vivido hace dos mil años, o hace cien. No hubiéramos negado a Jesús, como Pedro. No hubiéramos insistido, como Tomás, en ver al Señor resucitado para poder creer. De haber vivido en aquellos tiempos, no hubiéramos encontrado defectos en los profetas, ni en el Salvador, y no hubiérarhos dudado nunca. Por consiguiente, nuestra conducta hubiera sido inmaculada.
Desde luego, posiblemente esto no se aplica a todos. Lo he dicho de esa manera para recalcar algo: así ha actuado el mundo en general, pero no los miembros fieles. Los fieles han aceptado a los profetas. Probablemente nadie es perfecto en su aceptación de los profetas; pero en general, los miembros activos que cumplen la ley del diezmo, aceptan y siguen a los profetas modernos. Y lo hubieran hecho también si hubieran vivido en otros tiempos (véase Mateo 23:29-33 y Hechos 7:51-53; al leer esos pasajes, téngase en mente que había una minoría con fe y una mayoría incrédula). Pero es casi seguro que si hubiéramos vivido en los días de Moisés, no lo hubiéramos aceptado ni más ni menos de lo que aceptamos hoy a los profetas vivientes que están a la cabeza de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Si nos oponemos a algunas de las directivas de la Iglesia hoy, es posible que, como María su hermana, hubiéramos criticado a Moisés por tomar una esposa no israelita. Y hubiéramos dicho, como ella: "¿Quién es Moisés para monopolizar las decisiones en cuanto a las normas y procedimientos de la Iglesia?" Para algunos, el problema de no confiar en los profetas o Autoridades Generales de hoy, empieza cuando ven a uno de ellos que viste prácticamente como nosotros, que quizá haya sido 'muy mortal' en otros tiempos (que haya tenido algo que ver en una empresa que quebró, o que haya apoyado un programa que después se descontinuó porque no funcionó como se pensaba, o que tiene un hijo o nieto que no sigue el ejemplo y las enseñanzas de su ilustre padre o abuelo). Puede ser que algunos profetas tengan éstos u otros 'defectos' menores. Pero ¿qué importa? Seguimos a los profetas porque son dignos de confianza, son los ungidos del Señor y porque el Señor lo manda. Además, hay que entender que para volver con nuestro Padre Celestial y gozar de todas las bendiciones que forman parte de su reino eterno, no existe alternativa. Debemos decir, como dijo Pedro cuando Jesús preguntó a los Doce si también ellos querían abandonarlo, como lo habían hecho casi todos los demás: 'Señor, ¿a quien iremos? Tú tienes palabras de vida eterna' (Juan 6:68). No importa hasta que punto los sectarios interpreten la Biblia para que diga otra cosa, tenemos en ella un testimonio, de cuatro mil años de antigüedad, de que la Iglesia no puede existir y la obra de Dios no puede seguir sin la revelación continua por medio de sus profetas. Entonces, el que sigue a los profetas modernos acumula capital celestial.
Para muchos no-miembros, y quizá también para muchos miembros, es algo extraño el que una persona mortal nos diga qué es lo que Dios considera como pecado. No nos gusta que nadie nos diga lo que tenemos que hacer. Y tampoco queremos estar cerca de alguien que, con inspiración, puede ejercer poderes especiales para discernir nuestros pensamientos y nuestros pecados. Pero, ¿en quién más podemos confiar para administrar las llaves de la salvación en pro nuestro? No hay más. Así como el Salvador entregó las llaves a Pedro y los Apóstoles de la antigüedad, así las ha dado a nuestros profetas de hoy. Definitivamente no podemos confiar en nadie más. La historia y la vida moderna están llenas de ejemplos en que hombres equivocados han llevado a otros al fracaso en los negocios, a la decadencia moral, a la tragedia y a la confusión. No podemos confiar ni en los eruditos, ni en quienes controlan nuestro dinero, ni en ninguno de los 'grandes' en el campo profesional terrenal. Los únicos en quienes podemos confiar son los escogidos del Señor, escogidos a la manera que dictan las Escrituras. Hay muchos así llamados "profetas" o "maestros" que se han autonombrado, pero siempre 33
llevan a sus seguidores hacia la confusión, las tinieblas y el pecado. Predican movimientos populares, o se adhieren a las formas de algún movimiento pasado, en lugar de seguir las verdades eternas. Únicamente los profetas vivientes, llamados por revelación, sostenidos por común acuerdo y aprobados por el Señor, pueden guiarnos a través de las muchas pruebas y tentaciones que surgen día con día y año con año. Los profetas verdaderos no siguen las tendencias populares, sino que nos conducen cuidadosamente y con seguridad mediante el proceso de perfeccionar a los santos, a hacer la obra del ministerio y edificar el cuerpo de Cristo (véase Efesios 4:11-16 y D. y C. 112).
Quienes están familiarizados con las Escrituras antiguas y modernas, y con la historia secular y eclesiástica, saben que los profetas nunca nos conducen al error. Por otra parte, ni el más sabio entre los que no tienen el don profético sabe gran cosa. Solón, el sabio griego de gran reputación en tiempos antiguos, dijo: 'Como tontos boquiabiertos nos entretenemos con sueños sin sentido... La inseguridad sigue sin duda a toda obra humana, y nadie sabe, al iniciar una empresa, cómo resultará. Un hombre, aun esforzándose por hacer lo justo, puede llegar al desastre y la ruina, porque no puede ver lo que le depara el futuro: mientras que otro puede ser un bribón, y puede escapar no sólo el castigo de su propia locura, sino puede terminar por verse bendecido con el éxito en todo" (citado por Hugh Nibley en The World and the Prophets, Deseret Book Co., 1954).
Otro filósofo antiguo dijo casi la misma cosa: "'Las esperanzas del hombre, navegando en un mar de falsas suposiciones y desaciertos, se ven elevadas en un momento, sólo para caer derribadas en el siguiente. Porque ningún mortal, sin autoridad divina, ha recibido jamás de los dioses la garantía absoluta de que sus planes saldrán como él cree. Siempre hay una incógnita que echa a perder todo intento por predecir el futuro"' (Nibley, The World and the Prophets).
Varias de las obras de Eurípides, el autor griego, terminan con la misma declaración pesimista que parece resumir su conclusión escéptica sobre la calidad impredecible de esta vida mortal. Por ejemplo: "Los dioses toman formas diversas. Sí, hacen suceder cosas sorprendentes. Y aquello en lo que hemos creído confiadamente, no llega a cumplirse, mientras que los dioses logran hacer que suceda lo que nadie espera. Así son las cosas" (Nibley, The World and the Prophets).
Si seguimos los planes humanos, no hay garantía de seguridad en esta vida. En cambio, se nos garantiza que si confiamos en los profetas de Dios y los seguimos con todo cuidado, finalmente todas las cosas obrarán para nuestro bien. Una vez termínadas las pruebas de esta vida, hay una recompensa para los fieles. Además, los fieles pueden vivir esta vida con más paz y seguridad. Aun en los tiempos difíciles, las palabras de los profetas pueden sostener a los obedientes.
Sólo en los profetas de Dios podemos confiar para ser guiados por entre los grandes peligros que nos amenazan constantemente. Es algo grandioso que la Iglesia proclame que somos guiados por profetas, como lo fueron los santos de la antigüedad. Pero nuestro profeta no está obligado a profetizar sobre eventos futuros; ni está obligado a responder a preguntas para satisfacer la curiosidad de los hombres sobre un asunto o problema cualquiera. Él habla cuando el Espíritu lo inspira a hablar. Declara lo que Dios le revela. No le afecta la opinión pública, ni hace nada para aumentar su popularidad o la de la Iglesia. Otra vez, los que siguen a los profetas acumulan capital espiritual.
Nosotros confiamos en nuestros profetas vivientes, y los amamos, pero no los adoramos ni vivos ni muertos.
Nosotros adoramos solamente a Dios, el Padre Eterno. Adoramos a cada miembro de la Trinidad en grado o sentido ligeramente diferente; reconocemos al Padre como la cabeza, luego a su Unigénito como su representante y nuestro Redentor. Pero de ninguna manera adoramos a ninguno de los profetas, ya sean antiguos o modernos. No les rezamos ni les atribuímos alguna santidad especial. No creemos que puedan interceder por nosotros, o que sus buenas obras puedan prestarle méritos a las nuestras. Creemos que toda salvación e intercesión reside en la persona de Jesús. Solamente su expiación puede satisfacer la justicia (véase Hechos 4:12: Mosíah 3.17; Helamán 5:9).
Tenemos respeto por todos nuestros profetas muertos, y damos oído a sus enseñanzas, especialmente toda enseñanza o revelación que ha llegado a formar parte de nuestros libros canónicos. Pero es en los profetas vivientes en quienes debemos confiar para enfrentar los eventos y circunstancias presentes de la vida.
Muy pocos debatirían la idea de que la amistad con Dios es un gran capital espiritual. Pero muchos no 34
alcanzan a ver que para poder ser amigos de Dios debemos ser amigos de los profetas, porque Dios trabaja por medio de ellos. Si perseveramos en leer el Antiguo Testamento hasta empezar a entenderlo realmente, veremos que es un testimonio de antigüedad milenaria sobre el hecho de que el capital (la reserva espiritual) de un pueblo se agota rápidamente cuando éste rechaza y persigue a los profetas. Y así resulta ser, tanto en sentido literal como figurado, tanto temporal como espiritualmente. Las naciones que persiguieron y guerrearon contra Israel, se desvanecieron en la pobreza y el olvido una tras otra. Los mismos israelitas prosperaron en todas las cosas siempre que siguieron con todo cuidado a los profetas, mas cuando les volvieron la espalda y se negaron a arrepentirse, sucedió que luego de un tiempo Dios les dio la espalda a ellos. Entonces se precipitaron hacia la cautividad, tanto temporal como espiritualmente. Los profetas de Israel fueron un tesoro nacional. Con ellos el pueblo tuvo capital espiritual.
El Señor nos ha amonestado que si ocurre el rechazo del evangelio y, especialmente, del Libro de Mormón, eso resultará en la cautividad temporal y espiritual y la destrucción de la gran nación de los Estados Unidos de Norteamérica, y de todos los otros pueblos (véase, por ejemplo, 1 Nefi 14:6, 7; D. y C. 84:49-59). La pobreza, la esclavitud y todos sus horrores consiguientes se apoderarán de todos los que confien en otro "capital" que no sea el que se halla en la amistad con El Señor y sus amigos (véase D. y C. 84:63-77:98:1-3; 112:1-34). Si un hombre ama a sus amigos, ¿acaso les daría la espalda y ayudaría a sus enemigos? Dios tampoco hará eso con los amigos de sus profetas. Y no tenemos por qué andar juzgando la dignidad de los amigos de Dios, sus líderes ungidos en cualquier nivel. Podemos confiar que será Dios quien juzge a sus siervos. Él también nos juzgará a nosotros por la manera en que apoyamos a sus siervos (sea que parezcan merecer nuestro apoyo, o no). Nosotros podemos confiar en Él. Esta confianza en Él y en sus siervos almacenará un capital eterno que nos servirá en el día del juicio.
Quisiera hacer la advertencia de que el capital espiritual, como el terrenal, puede corromperse por nuestra negligencia. Como banquero, aprendí que no debo corromperme con sobornos, apuestas, regalos y favores. Un buen banquero no debe tener un pasado que pueda ser usado en contra suya. Hasta una apuesta en las carreras de caballos puede perjudicarlo algún día. Ello podría calificarse como evidencia prima facíe de que 'jinetea el dinero", que toma prestado dinero que no es suyo para cubrir pérdidas inesperadas en las apuestas. Poniendo eso en el ámbito espiritual, quiero formular una pregunta: ¿Sería apropiado que como Autoridades Generales, presidentes de estaca y otros líderes, tuviéramos a personas que no han sido escrupulosas en su moralidad y vida profesional? Cierto que existe el arrepentimiento, como lo muestra la historia de Alma, hijo. Pero, en general, es necesario tomar en cuenta la reputación personal para determinar si la persona es digna de confianza, es decir, determinar si tiene capital espiritual. Un pasado sin mancha es capital en un sentido muy especial. Una vez más deseo añadir que el Señor y sus líderes son indulgentes. Apliquemos este principio a nuestro pasado, no a nuestro futuro. Apliquemos el arrepentimiento a nuestro pasado, pero conservemos sin mancha nuestro futuro. Y conservarse sin mancha es tan importante para un maestro de los diáconos como lo es para una Autoridad General.
No te impacientes a causa de los malignos, ni tengas envidia de los que hacen iniquidad.
Porque como hierba serán pronto cortados, y como la hierba verde se secarán.
Confia en Jehová, y haz el bien; y habitarás en la tierra, y te apacentarás de la verdad.
Deleítate asimismo en Jehová, y El te concederá las peticiones de tu corazón.
Encomienda a Jehová tu camino, y confia en El; y Él hará.
Exhibirá tu justicia como la luz, y tu derecho como el mediodía.
Guarda silencio ante Jehová, y espera en El.
No te alteres con motivo del que prospera en su camino, por el hombre que hace maldades.
Deja la ira, y desecha el enojo; no te excites en manera alguna a hacer lo malo.
Porque los malignos serán destruidos, pero los que esperan en Jehová, ellos heredarán la Tierra.
Pues de aquí a poco no existirá el malo; observarás su lugar, y no estará allí.
Pero los mansos heredarán la Tierra, y se recrearán con abundancia de paz (Salmos 37:1-11).
La gente tiende a pensar que el ahorro —la acumulación de capital— significa vivir en la privación.
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Eso es una perspectiva miope de la vida. El ahorro bien vale el autodominio y esfuerzo que requiere. Los tiempos en que ahorramos mejoran enonnemente los tiempos que les siguen. Y así es con el capital espiritual: una vida de servicio y fidelidad a Dios y sus siervos traerá como resultado una eternidad de riquezas celestiales, la vida con el Padre, en su reino, para siempre. Nada menos.

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